Padres enfadados

No sé si a ti te pasará, pero al menos yo desde hace un tiempo tengo la sensación de que mi papel como padre consiste en pasarme la vida diciendo “no” y dando órdenes. La verdad es que me gustaría tener otro tipo de relación, otro tipo de vínculo. Pero mi obligación como tutor no es ser un amigo sino educar.

Eso no quita para desear que las cosas fueran de otra manera.
Pero es que a veces parece que si es bueno hay que obligarlos y, en cambio, parece que si te piden algo se lo tienes que negar:

“¿Jugar más videojuegos? No puedes. ¿Ver más Youtube? No puedes. ¿Comer más dulces? No puedes”.
“¿Clases de piano? No me apetece. ¿Inglés o chino? No me apetece. ¿Comida sana? No me apetece”.

Pero no siempre tiene que ser así.

Mi mujer y yo teníamos muchísimo interés en que nuestros mellizos aprendieran a programar así que decidimos llevarles a clases los sábados por la mañana. Por aquella época en Madrid no había mucha oferta de clases de programación para niños y alguna empresa con la que probamos nos supuso una mala experiencia. Por suerte nosotros teníamos una empresa –Microforum.es– que se dedicaba a la enseñanza de programación para adultos. Así que preguntamos a uno de nuestros profesores –Alejandro Cerezo se llamaba– si le apetecía la experiencia de dar clases de programación a unos peques. Nos dijo que sí.

El sábado de la primera clase nuestra hija no quería salir de la cama. Al final la tuvimos que obligar. Aquello no pintaba nada bien. Como eran clases particulares, sólo para ellos, podían durar lo que quisiéramos, así que también tuvimos que negociar la duración de la sesión. Nuestra hija decía que una hora y se volvían para casa. Nuestro hijo, que ya era un poco friki, decía que más. Al final la cosa quedó en que darían por lo menos una hora y que si luego les apetecía podrían quedarse más. Ellos decidirían.

Y con ese acuerdo nos fuimos a la oficina de Microforum. Yo me quedé arriba trabajando y ellos estaban en unas de las aulas de la planta inferior, con Alejandro, su profesor.

Pasó una hora y no habían subido a buscarme. Buena señal. Una hora y media. Dos horas. Aquello iba bien… Tres horas. Tres horas y media… ¡Mi mujer me iba a matar, ya era la hora de comer! Así que al final fui yo quien bajo a buscarles.

“Chicos, tenemos que marcharnos. PERO YA. Mamá estará esperando”.
“No Papá, déjame acabar, por favor, por favor. No puedo dejarlo a medias. Mira, déjame que te enseñe, lo que he hecho”.

La que quería seguir con la clase -¡después de más de tres horas y sin comer!- era mi hija.

Queríamos algo que fuera una inversión educativa pero que para ellos fuera un juego, diversión.

Algo a lo que decir SI en vez de decir NO.

Con la programación habíamos encontrado lo que estábamos buscando.

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