Dichosas pantallitas

Tengo que reconocer una cosa: durante muchos años los padres que se quejaban de las horas que pasaban sus hijos pegados a una pantalla me parecía que eran unos “llorones”. Me venían a las sesiones informativas para padres que yo daba en ConMasFuturo y me contaban historias terroríficas. Y yo pensaba, “bueno, vale, pero seguro que no es para tanto”.

Por aquella época mis dos mellizos tenían su móvil, tenían PlayStation y si te digo la verdad no les habíamos impuesto ni limitaciones ni reglas. Tampoco le veía la necesidad. Igual algunos chavales juegan más que otros pero vamos, no es necesario exagerar, ¿no?

Pero la vida da muchas vueltas, algunas dramáticas. Hace un par de años mi mujer y yo nos tuvimos que hacer responsables de la vida de un jovencito de 12 años. Ahora soy el tutor de mi sobrino. Y las cosas no han funcionado igual en su relación con la tecnología.

No te imaginas lo tentado que he estado más de una vez de lanzar su móvil al váter y tirar después de la cadena.

El caso es que creo que los videojuegos, Youtube, las redes sociales son unas experiencias vibrantes y enriquecedoras que estimulan a los niños y les hacen descubrir cosas importantes para su desarrollo personal y social que de otra manera se perderían. En serio. Creo que “las dichosas pantallitas” son buenas. Indispensables diría yo en la vida y formación responsable de un joven del siglo XXI.

Pero el problema es que las pantallas pueden devorar todo el tiempo, todos los intereses, todas las pasiones. Pueden reducir la infancia de nuestros hijos al estrecho encierro de una pantalla de móvil en la que no cabe la vida real.

Y para evitarlo los límites y las prohibiciones no son suficientes. Lo sé porque con mi sobrino no me ha funcionado. Y justo ahora que estamos en pleno confinamiento por la crisis del Covid-19 la cosa pintaba muy mal con un adolescente de 14 años y mucho, mucho tiempo libre encerrado en casa.

Pero mira tú por dónde, me he llevado una sorpresa inesperada.

El inicio fue complicado. Lo primero fue imponer-negociar unas normas de limitación de uso de pantallas. Demasiadas para mi gusto. Poquísimas para el suyo.

Lo siguiente fue lo que te puedes imaginar: “¿Qué hago?, ¡me aburro!, no tengo nada para hacer!”.
Hasta que de repente…
Hace unos cuantos días le veía que estaba con el ordenador. Mucho. Incluso se distraía y se le pasaba la hora de cenar. Pero no estaba viendo vídeos ni jugando a videojuegos. Fuera lo que fuera le tenía absorto. Como si fuera un juego. Pero no era un juego.

Una noche después de cenar pusimos la tele. Es el momento del día para ver todos en la familia una serie juntos. El primero en llegar siempre es mi sobrino. Menos aquella noche. La tele estaba en marcha… y el seguía con su ordenador.

El misterio se desveló unos pocos días después. “Tío, ¿quieres ver lo que he estado haciendo?”. ¡Estaba programando un videojuego! ¡Nada menos que en Unity, que es una herramienta profesional!

El juego estaba en construcción y el proyecto sigue en marcha mientras escribo estas líneas. Pero lo que he visto está muy, muy bien. La verdad, estoy impactado con lo que está consiguiendo.

Mi sobrino empezó a “programar” en las clases de o 9 años de edad.

A un niño le puedes decir lo que NO puede hacer. Pero no le puedes dictar cuáles son sus pasiones. Para eso tienes que sembrar una semilla y cuanto antes lo hagamos, mejor.

Trabajando con Unity

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